Sin sangre, sin base: el desajuste cultural del Socialismo Democrático con su electorado
Como el Socialismo Democrático terminó ofreciendo una campaña sin corazón ejecutada por una generación sin sangre
En su paper de 1986, Jo Freeman identificó que la cultura política del duopolio estadounidense podía reducirse, esencialmente, a dos actitudes hegemónicas presentes en cada uno de sus partidos. La primera es de carácter estructural: ¿fluye el poder y la legitimidad desde las bases hacia la dirigencia, o en sentido inverso? La segunda es de orden metafísico: ¿se percibe el partido como un insider del sistema o como un outsider? Bajo este marco conceptual, Freeman argumenta que el Partido Demócrata es una organización donde el poder fluye desde las bases hacia arriba y cuya autopercepción es la de un outsider. Por el contrario, el Partido Republicano sería una estructura vertical, donde el poder emana desde la cúpula, y que se concibe a sí mismo como insider del sistema.
Aplicando este marco a las primarias del oficialismo chileno, sostengo que este tipo de análisis permite comprender parte del escenario político actual y, en particular, las dinámicas que han conducido al resultado que se definirá este domingo 29. Mi hipótesis es la siguiente: existe una fuerte tensión entre la cultura política de los partidos que componen el Socialismo Democrático y la cultura política de las bases del progresismo chileno. Esta tensión ayudaría a explicar cómo el bloque ha llegado a desarrollar una campaña sin corazón, liderada por sectores que parecen carecer de pulso.
Antes de continuar, es importante definir los términos: por “sector” me refiero al progresismo en sentido amplio, es decir, las fuerzas de izquierda, centroizquierda y parte del centro político chileno. El “bloque” corresponde al conjunto de actores que estructura cada candidatura en competencia (Tohá, Jara, Winter). El “partido” es la organización legal reconocida por el Servel (PS, PPD, FA, PC, etc.) que da soporte a cada bloque. La suma de los bloques constituye el sector.
Para sostener que existe una tensión entre la cultura política del bloque y la del sector, conviene desglosar las dos dimensiones planteadas por Freeman —la dirección del poder y la autopercepción— y aplicarlas al caso chileno.
Una organización en la que la legitimidad fluye hacia arriba es aquella donde las bases se organizan en torno a identidades o causas (feminismo, disidencias sexuales, ambientalismo, etc.), y desde allí ejercen presión sobre las dirigencias. Este tipo de estructura es más resistente a los cambios impuestos desde arriba; por lo general, una renovación de la cúpula es reflejo de transformaciones previas en las bases. En cambio, una estructura en la que el poder fluye hacia abajo —o se “gotea”— es aquella donde las decisiones se toman en los niveles centrales (comités ejecutivos, direcciones nacionales) y son luego “bajadas” a los lotes o núcleos. En estas organizaciones, más centralizadas, las unidades territoriales cobran especial importancia como instrumentos de implementación. Asimismo, los cambios en la dirigencia suelen tener un impacto mucho más profundo en la línea general del partido.
En cuanto a la segunda dimensión, la autopercepción se refiere a si una organización se concibe como representante de identidades dominantes o subordinadas dentro de la sociedad. En el caso estadounidense, los demócratas se autoperciben como outsiders debido a que buena parte de su base está compuesta por personas históricamente marginadas (minorías étnicas, mujeres, disidencias sexuales). Esta autopercepción tiende a mantenerse incluso cuando el partido accede al poder. De allí se explica, por ejemplo, la retórica de figuras como Barack Obama u Oprah Winfrey, o la posición política de sectores homosexuales pertenecientes a élites culturales y económicas. Por su parte, el Partido Republicano se asume como insider porque su narrativa representa los valores de la clase media blanca. Esta autopercepción también es muy resistente al cambio, y permite entender fenómenos como la oposición de sectores empresariales a reformas laborales con amplio respaldo popular, o la persistente resistencia de los evangélicos a los derechos de las minorías sexuales.
El Socialismo Democrático
Los partidos que componen el Socialismo Democrático presentan una estructura de legitimidad marcadamente patriciana: el poder y la autoridad fluyen desde las cúpulas hacia las bases, y estas últimas están llamadas fundamentalmente a acatar. Esta lógica no obedece únicamente a un sesgo autoritario latente, sino que también es producto de las condiciones impuestas por la dictadura militar. En un contexto donde era imposible organizar una base social amplia, la Concertación tuvo que estructurarse como una coalición operativa desde arriba hacia abajo.
Un ejemplo paradigmático de esta lógica es la “Renovación Socialista”, que fue impulsada por las élites del partido; otro, la ausencia de primarias en 2010, 2017 y 2021; o incluso el modo en que se ungió la candidatura presidencial de Carolina Tohá (PPD), que solo se activó tras el desistimiento de Bachelet (PS) a competir por un tercer mandato. Desde ese momento, para cualquier ciudadano medianamente informado, resultaba evidente que Tohá sería la candidata natural del bloque. Esa certeza explica el desconcierto provocado por la breve, pero ruidosa, candidatura de la presidenta del PS, Paulina Vodanovic.
En cuanto a la autopercepción, sostengo que los partidos del Socialismo Democrático se ven a sí mismos como insiders del sistema, a pesar de que en la práctica ya no lo sean. Esta percepción se sostiene sobre dos pilares. Primero, el legado de los llamados “mejores 30 años” les otorga, a sus ojos, una legitimidad histórica para liderar el país. Esta lógica explica por qué muchos dentro del bloque afirman haber “salvado” al gobierno de Boric. Segundo, el Socialismo Democrático cree representar mejor los valores del “ciudadano promedio” o del Chile “gris” y “profundo”. Desde esa óptica, consideran moralmente superiores estos valores respecto de los encarnados por el Frente Amplio o el PC, a quienes ven como expresiones de una izquierda urbana, burguesa y desconectada de las prioridades de la clase trabajadora. Este marco interpretativo explica, por ejemplo, la negativa de un senador socialista por O’Higgins a discutir el aborto libre, o las declaraciones de la presidenta del PS marcando distancia del “wokeismo” (o “güokeismo”, como dijo en una entrevista).
El Frente Amplio
El Frente Amplio constituye, casi por definición, un ejemplo de institución que opera con legitimidad ascendente. Su historia y estructura están orgánicamente ligadas a movimientos sociales —especialmente estudiantiles y feministas—, siendo el FA la expresión institucional de las movilizaciones estudiantiles de 2006 y 2011 y feminista del 2018. En su dinámica interna, los grupos organizados ejercen presión sobre las decisiones estratégicas, y las unidades territoriales tienen un rol marginal comparado con los lotes o colectivos temáticos. “FA Las Condes” puede existir, pero no es el corazón de la deliberación política.
Un caso ejemplar de esta dinámica fue la sanción política a Boric tras la firma del “Acuerdo por la Paz” en 2019, acusándolo de no haber consultado previamente a las bases. Solo la intervención de ciertos lotes y sectores feministas permitió amortiguar el golpe a su legitimidad interna.
En cuanto a su autopercepción, el FA mantiene una imagen de outsider, incluso cuando su presencia en el poder es incuestionable. La franja de Gonzalo Winter, donde se atribuyen a la Concertación y a la derecha todos los males del modelo chileno —como si el propio presidente de la república no fuera militante del FA— es un ejemplo revelador de esta narrativa.
El Partido Comunista
El Partido Comunista chileno opera bajo un modelo donde la legitimidad fluye de manera vertical desde la dirigencia hacia las bases. Su principio organizativo del “centralismo democrático” encarna este goteo de poder: una vez que el partido delibera y toma posición, esta se convierte en línea oficial, y la disidencia externa queda excluida del debate. A diferencia del SD o el FA, en el PC la sanción por deslealtad es tangible y efectiva, lo que se traduce en una disciplina orgánica notable dentro de su militancia.
Este orden jerárquico también se expresa en la lenta asimilación de posturas liberales en temas valóricos, que han sido impulsadas más por diputadas jóvenes que por la estructura partidaria tradicional. Es probable que estas posturas aún no permeen las bases históricas del PC, pero la disciplina interna impide que se manifiesten abiertamente disensos significativos. Esta misma lógica ha sido también un pasivo político: la defensa irrestricta de regímenes como Cuba o Venezuela ha tenido un costo en términos de credibilidad ante ciertos sectores del electorado.
En cuanto a su autopercepción, el PC se considera a sí mismo un outsider, a pesar de haber sido parte del poder desde su entrada al Congreso en 2010 y de haber formado parte del Ejecutivo en la mitad de los gobiernos desde entonces. Esta disonancia entre rol institucional y percepción ideológica se justifica en el ethos comunista de representar a la clase trabajadora del siglo XX, aunque hoy las élites del partido están firmemente insertas en espacios de poder como la academia y la dirigencia gremial.
El Sector
La Dirección de la Legitimidad
Si bien podría pensarse que la cultura política del sector progresista chileno es el promedio ponderado de las culturas del Socialismo Democrático, el Frente Amplio y el Partido Comunista, sostengo que no es así. En realidad, el sector —entendido como el universo mucho más amplio de militantes, simpatizantes, votantes y grupos de interés— tiene una cultura política propia, más definida por su base social que por sus estructuras partidarias.
En esta cultura, la legitimidad fluye desde las bases hacia las cúpulas, y no a la inversa. Este flujo se traduce en una política donde rendir cuentas hacia abajo —a los colectivos que componen la base social del sector— no es solo deseable, sino necesario para mantener la legitimidad. Grupos como trabajadores, feministas, disidencias sexuales o ambientales, aun sin una orgánica unificada, ejercen presión mediante instituciones intermedias (como el MOVILH, la CUT, coordinadoras feministas, etc.), las cuales, a su vez, están obligadas a responder ante sus propias bases.
Un ejemplo elocuente de esta lógica es la declaración del MOVILH este año: “Levantaron nuestras banderas para ganar votos”, dirigida al gobierno de Boric. Lo que aquí se revela no es solo una crítica, sino la expectativa estructural de que los gobiernos progresistas deben rendir frutos concretos a quienes los legitiman simbólicamente. Otro caso: la presión ejercida por diputadas antes de la Cuenta Pública para forzar la presentación de un proyecto de aborto, aun sabiendo que no contaba con viabilidad legislativa. En una cultura política tradicionalmente vertical, ese tipo de presión sería vista como deslealtad; en el progresismo chileno, es parte del funcionamiento normal del ecosistema político.
La cultura política del sector progresista opera desde abajo hacia arriba. Las bases presionan a sus intermediarios institucionales (partidos, movimientos, figuras) y estos, a su vez, a las instituciones políticas formales. La autoridad se construye desde la capacidad de representar, canalizar y responder a esa presión. Lo que puede parecer fragmentación o indisciplina, es en realidad un orden alternativo de legitimidad.
La autopercepción: outsiderismo estructural
En paralelo, el sector comparte una autopercepción colectiva de marginalidad, incluso cuando ejerce el poder real en el Ejecutivo, el Congreso, y en espacios de influencia cultural e intelectual. Esta narrativa de outsiderismo es parcialmente compartida —aunque por distintos motivos— por los tres bloques:
• El Socialismo Democrático se ve a sí mismo como el legítimo heredero del poder de la transición, aunque ya no conserve su hegemonía.
• El Frente Amplio continúa proyectándose como fuerza de ruptura, a pesar de gobernar.
• El PC se concibe como vocero de los oprimidos, aunque haya sido parte del Ejecutivo en la mitad de los gobiernos desde su ingreso a la política institucional.
Esta autopercepción generalizada no solo es anacrónica, sino que desconecta al sector de la ciudadanía, que lo percibe como el nuevo establishment. Además, dificulta el ejercicio pleno del poder, ya que implica un cierto pudor a gobernar como mayoría o tomar decisiones impopulares, por miedo a perder la legitimidad que otorgan las bases movilizadas.
El sector progresista chileno tiene una cultura política marcada por una legitimidad ascendente —que fluye desde las bases hacia las cúpulas— y una autopercepción persistente de marginalidad, incluso cuando ejerce el poder.
La tensión del Socialismo Democrático
Habiendo dicho todo lo anterior, se vuelve evidente que el Socialismo Democrático —como bloque político e identitario— está en profunda tensión con el resto del progresismo chileno. La cultura política que encarnan sus partidos contrasta nítidamente, en ambas dimensiones analizadas, con la del Frente Amplio y el Partido Comunista. Por un lado, insisten en una forma de ejercicio del poder patriciana, vertical, donde las decisiones se toman en la cúpula y se “bajan” a las bases. Por otro, persisten en una autopercepción institucional de insider, casi patética, considerando que han perdido hegemonía en todos los niveles: en el Ejecutivo, en el Congreso, en los movimientos sociales y en la formación de cuadros técnicos e intelectuales.
Desde el retorno a la democracia, los canales intermedios de legitimidad progresista —movimientos sociales, gremios, colectivos organizados— han ido migrando paulatinamente desde las estructuras de la Concertación hacia el Frente Amplio y el PC. Las feministas, por ejemplo, abandonaron los partidos tradicionales tras décadas de frustración, y lo hicieron en masa. El intento por retenerlas con espacios como el “Frente Feminista DC” o la “Bancada Feminista Julieta Kirkwood” no fue más que un gesto cosmético: el poder real de esa bancada siempre residió en el FA, mientras que las diputadas del SD orbitaban como satélites sin gravedad propia alrededor de la inteligentsia feminista chilena.
El fracaso de la Nueva Mayoría al legislar el matrimonio igualitario fue otro punto de quiebre simbólico y generacional. Que esta conquista se haya concretado bajo la presidencia del difunto Sebastián Piñera —y no durante el segundo gobierno de Bachelet— es, para muchos, una herida que no cierra. Como si fuera poco, la hegemonía intelectual del progresismo del futuro también se está definiendo en otros espacios: basta ver la sobrerrepresentación del FA y del PC entre quienes han obtenido Becas Chile o están insertos en programas doctorales en el extranjero. Puede que hoy el SD conserve una acotada mayoría entre los académicos que dictan cátedra, pero en una generación más, la hegemonía será otra.
Todo esto permite entender por qué la campaña presidencial impulsada por el Socialismo Democrático ha sido profundamente disonante con el electorado que busca interpelar. Por un lado, ungieron una candidatura por la vía del dedazo, sin competencia real, desoyendo por completo las nuevas sensibilidades democráticas del sector. Por otro, ofrecieron un programa y una estética que parecen hablarle a un país que ya no existe, ejecutado por una generación política cuyos logros reales caben en los dedos de una sola mano.
En el fondo, le ofrecieron al sector una campaña sin corazón, ejecutada por una generación sin sangre. Y el sector, en consecuencia, ha respondido con frialdad, distancia. Ante esto, las bases del Socialismo Democrático tienen una sensación cada vez más instalada de orfandad.